"No hubo ni habrá jamás un ofrecimiento hecho por una criatura, ni más grande ni más perfecto que el que hizo la niña María a Dios cuando se presentó en el Templo para ofrecerle, no incienso ni cabritillas, ni monedas de oro, sino a sí misma del todo y por entero, en perfecto holocausto, consagrándose como víctima perpetua en su honor. Muy bien comprendió la voz del Señor que la llamaba a dedicarse toda entera a su amor, con aquellas palabras: Levántate, apresúrate, amiga mía... y ven (Ct 2, 10). Por eso quería su Señor que se dedicara del todo a amarlo y complacerlo: Oye, hija mía, mira, inclina tu oído y olvida tu pueblo y la casa paterna (Sal 44, 14). Y Ella, al instante, siguió la llamada de Dios".
San Alfonso
María de Ligorio
(siglo XVII)
Las glorias de
María, Parte II,
Discurso III
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