Sentado en mi terraza yo leía la Eneida, el corazón prendido en su belleza recia y broncínea. De pronto sucedió uno de esos momentos cuya plenitud sensual es el lazo más hondo con el misterio que acaso somos. Leía el libro VIII, cuando ese verso: “Devexo interea propior fit vesper Olympo” Su belleza me arrebató, como una ola que te toma bañándote y te eleva. Y de repente, todo, cuanto me envolvía y yo ya no existíamos sino por esa belleza: DEVEXO INTEREA PROPIOR FIT VESPER OLYMPO. Cómo traducir la intensidad de esa curvatura del cielo por la que asciende ese lucero de la tarde. También la tarde del mundo estaba muriendo en sus últimas ascuas. Y yo sentí su incendio en mi piel, y los cielos y la tierra se tiñeron de rojo, como si esa estrella que desde el libro ascendía sobre el poniente fuera arañada por las cumbres de oro.
José María Álvarez
* El hipotexto de esta «Lectura de Virgilio» lo encontramos en la Eneida: «Devexo interea propior fit vesper Olympo», «Entre tanto, se alzaba por el inclinado cielo véspero, la estrella de la tarde» (Virgilio, Libro VIII: 280).
Charles Auguste van den Berghe (1798 - 1853), Venecia, vista de la Dogana a través de un gran portal
La pintura es una poesía que se ve sin oírla; y la poesía es una pintura que se oye y no se ve; son, pues, estas dos poesías o, si lo prefieres, dos pinturas, que utilizan dos sentidos diferentes para llegar a nuestra inteligencia. Porque si una y otra son pintura, pasarán al común sentido a través del sentido más noble que es el ojo; y si una y otra son poesía, habrán de pasar por el sentido menos noble, es decir, el oído (...)
Todo el campo de lo visible es del dominio de la pintura.
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Una vida bien cumplida es siempre larga.
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No reneguemos del pasado.
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No tocaré a las sagradas escrituras, porque ellas son la suprema verdad.
Dios está aquí, sobre esta mesa mía tan revuelta de sueños y papeles; en esta vieja, azul fotografía de Grindelwald cuajada de claveles.
Dios está aquí. O allí: sobre la alfombra, en el hueco sencillo de la almohada; y lo grande es que apenas si me asombra mirarlo compartir mi madrugada.
Doy a la luz y Dios se enciende; toco la silla y toco a Dios; mi diccionario se abre de golpe en "Dios"; si callo un poco oigo jugar a Dios en el armario.
Abro la puerta y entra Dios -¡si estaba ya dentro...!-; cierro, y sale, mas se queda; voy a lavar mi cara y Dios se lava también y el agua vuélvese de seda.
Dios está aquí: lo palpo en mi bolsillo, lo siento en mi reloj y, aunque me empeño, ni me sorprendo ni me maravillo de verlo tan enorme y tan pequeño.
Me lo dobla el cristal, me lo devuelve hecho yo mismo -Dios, perdón- su frío y no acierto a explicarme por qué envuelve su cuerpo en este pobre traje mío.
Hoy he encontrado a Dios en esta estancia alta y antigua en donde vivo. Hacía por salvar, escribiendo, la distancia y se me desbordó en lo que escribía.
Y aquí sigue: tan cerca que me quemo, que me mojo las manos con su espuma; tan cerca, que termino, porque temo estarle haciendo daño con la pluma.
El rumor de una acequia. La machadiana fuente. Un regato en el bosque. La rueda de fortuna de la noria. El lago. El mar. El río. La minuciosa majestad de los océanos. Pero volvamos al cristal, al espejo, a la copa callada en el alféizar, volvamos a tus ojos, a la humedad precisa de tu boca, volvamos al amor en los estanques, y olvida las corrientes subterráneas. Estos son los lugares del agua: yo soy el zahorí que la descubre.
El ballet “La danza de las horas” de Almicare Ponchielli, se origina como una secuencia dentro del gran éxito operístico de Ponchielli, La Gioconda (1876, Milán), el primero de su género que presenta un argumento definido, autónomo y completo, que lo hace susceptible de ser interpretado incluso fuera del contexto de la obra para la que fue concebido: el libretista Arrigo Boito imaginó doce bailarinas dibujando un círculo, que representaba las doce horas de un reloj esférico, y dos bailarines situados en el centro del mismo ejerciendo de las manecillas que señalan las horas.
Describe las primeras luces del alba, cortejadas sutilmente por los violines y el arpa, y sucesivamente se deslizan las horas del amanecer, del día, las vespertinas y las horas de la noche para finalizar con la danza de todas ellas.
Si lo bello es presencia real de Dios en la materia, si el contacto con lo bello es, en el pleno sentido de la palabra, un sacramento, ¿cómo es que hay tantos estetas perversos? Nerón. ¿Es su caso parecido a la avidez de los adictos a las misas negras por las hostias consagradas? ¿O tal vez resulta, con mayor probabilidad, que esas personas no se inclinan por lo auténticamente bello, sino por una mala imitación? Pues así como hay un arte divino, hay también un arte demoníaco. Ése es sin duda el que le gustaba a Nerón. Una gran parte de nuestro arte es demoníaco.
Un apasionado aficionado a la música puede perfectamente ser un hombre perverso – aunque me resultaría difícil creerlo de alguien amante del canto gregoriano.
¿Acaso no es verdad que todo renacimiento, en términos generales, sólo puede explicarse desde una influencia externa?
Y más si es cierto que lo más perfecto no puede venir de lo menos perfecto.
¿De dónde habrá de venirnos a nosotros, que hemos ensuciado y vaciado el orbe entero, un renacimiento?
Únicamente del pasado, siempre que lo amemos.
Simone Weil, Cuadernos
Ludwig van Beethoven, Piano Concerto No. 2, Op. 19
Johann Sebastian Bach- "Jesús sigue siendo mi alegría" de la Cantata No. 147