"Y muy pronto, abrumado por el triste día que había pasado y por la perspectiva de otro triste día tan melancólico por venir, me llevé a los labios una cucharada de té en la que había echado un trozo de magdalena. Pero en el mismo instante en que aquel trago, con las migas del bollo, tocó mi paladar, me estremecí, fija mi atención en algo extraordinario que ocurría en mi interior. un placer delicioso me invadió, me aisló, sin noción de lo que causaba. Y él me convirtió las vicisitudes de la vida en indiferentes, sus desastres en inofensivos y su brevedad en ilusoria, todo del mismo modo que opera el amor, llenándose de una esencia preciosa; pero, mejor dicho, esa esencia no es que estuviera en mí, es que era yo mismo. Dejé de sentirme mediocre, contingente y mortal. ¿De dónde podría venirme esa alegría tan fuerte? Me daba cuenta de que iba unida al sabor del té y del bollo, pero le excedía en mucho, y no debía ser de la misma naturaleza. ¿De dónde venía y qué significaba? ¿Cómo llegar a aprehenderlo? Bebo un segundo trago, que no me dice más que el primero; luego un tercero, que ya me dice un poco menos.
[...] Vuelvo con el pensamiento al instante en que tomé la primera cucharada de té, y me encuentro con el mismo estado, sin ninguna claridad nueva. Pido a mi alma un esfuerzo más que me traiga otra vez esa sensación fugitiva.
[...] Y luego, por segunda vez, hago el vacío frente a ella, vuelvo a ponerla cara a cara con el sabor aún reciente del primer trago de té y siento estremecerse en mí algo que se agita, que quiere elevarse, algo que acaba de perder ancla a una gran profundidad, no sé el qué, pero va ascendiendo lentamente; percibo la resistencia y oigo el rumor de las distancias que va atravesando.
[...] Y de pronto el recuerdo surge. Ese sabor es el que tenía el pedazo de magdalena que mi tía Leoncia me ofrecía, después de mojado en su infusión de té o de tila, los domingos por la mañana en Combray" [...]
(Marcel Proust, En busca del tiempo perdido)
La forma de la magdalena, tal como nos la describe Proust, y no es la más frecuente, es la de una concha venera, una especialidad concreta del noreste de Francia (madeleine de Commercy), que parece una magdalena de las nuestras cortada en dos verticalmente, que tiene mayor consistencia y por ello no se deshace al empaparse:
[…] una de esas tortas bajitas y regordetas llamadas magdalenas cuyos moldes parecen haber sido valvas ranuradas de veneras de peregrino".
Estos fragmentos, de los más conocidos y nombrados de En busca del tiempo perdido, de Proust, tienen lugar en la primera de las obras, Por el camino de Swan, cuando el narrador rememora recuerdos de su infancia al comer una magdalena con una taza de té, ya que asocia el sabor, la textura y el aroma de la magdalena con ese mismo estímulo vivido años atrás, en la niñez, pensando en los viajes que hacía con sus padres a la casa de la tía Leoncia. Con ello, una vulgar magdalena se ha convertido en el símbolo proustiano del poder evocador de los sentidos.
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