jueves, 29 de octubre de 2015

Casta diva







Siempre que hay luna llena
y estoy solo y contemplo con unción cómo el astro
lentamente recorre su camino en el cielo,
vuelvo a una noche de mi adolescencia
que no he olvidado nunca.

Era verano, y, como de costumbre,
estaba yo con mi familia
- mi madre y mis hermanos; ya había muerto mi padre--
en el campo, en la casa que otras veces
he dicho en mis poemas. aquella casa blanca
que alzaron mis mayores en el centro
de una antigua heredad.
                                       Anochecía.
Me encontraba sentado en un sillón de mimbre,
al lado de la puerta de la casa. Cerré
el libro que leía, porque ya no quedaba
luz apenas.

                                       Entonces,
mis ojos se encontraron, de improviso,
con la luna: iba alzándose
-roja y redonda, enorme, misteriosa-
allá, a lo lejos, en el horizonte.
Y yo, sobrecogido, contemplaba
su solemne hermosura.

                                        Poco a poco,
ascendía en el cielo. Y, al elevarse, fue
cambiando de color: pasó del rojo
al amarillo, y, luego, al blanco puro.
La noche se cerró. Titubeantes,
surgieron las estrellas. El tiempo, remansado,
era un silencio lleno
de tierna luz, de intimidad, de dicha.

     Una sirvienta vino
a llamarme: la cena ya esperaba.
Y entré en la casa y me senté a la mesa
con los míos.
                     Más tarde,
tras un rato de alegre charla, llegó la hora
de acostarse, y nos fuimos retirando
a nuestras respectivas alcobas.

                                                  Al entrar
en la que yo ocupaba, observé con sorpresa
que la luz de la luna penetraba a raudales
por la abierta ventana.
                                    Me acosté,
mas no pude dormirme. Daba vueltas
y vueltas en el lecho. Y miraba, hechizado,
la dulce claridad que iluminaba
las sábanas, mi cuerpo, el cuarto todo.

                                                              Al fin,
decidí levantarme.
                               Presté atención: dormían
mi madre y mis hermanos. Podía oírse,
en el silencio, cómo respiraban
con placidez.
                     Despacio, sigiloso,
anduve a tientas en la oscuridad.
Y, al cabo, hallé la puerta
que buscaba. La abrí. Y, furtivamente
abandoné la casa.





                               Estaba el campo
empapado de luz, lleno de aromas
y de sosiego. Sólo se escuchaba
el canto de los grillos, el ladrido
de algún perro lejano. En la quietud nocturna,
todo callaba, toda cosa era
paz y recogimiento.
                                La bóveda celeste
palpitaba. Los astros
no eran mundos distantes: colgaban en racimos
sobre el campo, brillaban
encima de mis ojos, allí mismo, a mi alcance,
como frutos de plata que la noche ofreciera
a mis ingenuas manos.
El plenilunio estaba en su momento
de máximo esplendor. La luna, quieta
en el centro del cielo, me miraba
como mira una madre, con mucho amor, y ungía
con su luz mi inocencia.
Todo mi ser vibraba, entregado al misterio
de aquella noche mágica. Y caminé sin rumbo
por los campos, henchido el pecho
de emoción, de entusiasmo; ebrio mi espíritu
del divino fulgor que me daba la luna.

Yo era en aquel entonces casi un niño,
apenas un muchacho que conservaba intacta
su original pureza.
Mi vida estaba unida a la verdad del mundo
por un hilo secreto.
Y en mi sangre latía la música que mueve
a la gran muchedumbre de los seres creados.

Pasaron en un soplo las horas. Y la luna
se hallaba ya en la parte descendente
del arco que trazaba ella misma en el cielo.
Su luz era más pálida: Y las estrellas iban
poco a poco apagándose.

     Volví en mí de aquel éxtasis, de aquel sueño hermosísimo
que soñara despierto.
                                   Y como quien retorna
de un viaje muy largo y muy dichoso,
con los ojos alegres
y con el alma llena de indecible ventura,
regresé yo a mi casa.





                                    Abrí la puerta
con cuidado. Aún estaban
todos durmiendo. A oscuras, de puntillas,
fui andando hasta mi cuarto.
                                               Me eché sobre la cama.
Por la ventana abierta
empezó a entrar la aurora.Ya cantaban los pájaros.
                               
Eloy Sánchez Rosillo
                             





El referente cultural del título, Casta diva, es un aria de la ópera Norma, de V. Bellini, uno de los logros más populares del bel canto romántico. En el aria, como en el poema de Eloy Sánchez Rosillo, la inalterable belleza de la luna cobra un protagonismo absoluto.








12 comentarios:

Amapola Azzul dijo...

La luna , gran inspiradora de poesía, y de poetas, a veces es un sol. Besos.

Maravilloso poema.

Unknown dijo...

¡Qué bonito! Es como si el autor te llevase de la mano por los lugares del poema.
Me encantó.
¡Buen finde, Rosa!

Ilduara dijo...

Hay momentos que, por íntimos, se recordarán siempre.

Maite dijo...

Qué capacidad para narrar en un poema. Bellísimo. Me encanta observar el cielo, me fascinan las estrellas y la luna, suscribo, pero que bonito lo hace este autor.
No sé de donde sacas estas imágenes, pero son yn gran tesoro. Me encantan. Y la música, magistral.
Gracias, rosa. Feliz fin de semana. Besos

Rosa dijo...

Sí, no me extraña que os inspire, a mí me encanta mirarla.
Es un poema relato, una vivencia preciosa, cuando sale al campo y queda deslumbrado, esa sensación la he sentido tantas veces en la montaña.

Sí, también me parece maravilloso este poema.

¡Un beso, linda!

¡Buen finde!

Rosa dijo...

Talmente de la mano, lo describe con todo detalle, hace que lo vivas, despacito, despacito, un amor de poema.

¡Un beso grande, amiga y buen finde!

Rosa dijo...

Sí, lo describe como un éxtasis, es muy íntimo.
Creo que va más allá de la luna.

Un beso, querida Ilduara. ¡Feliz finde!

Rosa dijo...

También lo siento así, Maite. Es un excelente poeta, tomé el poema de su libro "Hilo de oro", "Antología poética", en la editorial Cátedra.

Estas imágenes están tomadas de la red, sin autor conocido, y coincido con la música, es un aria bellísima.

Un beso, querida Maite, y feliz fin de semana.

TORO SALVAJE dijo...

Demasiado florido para mi gusto.
Por un momento he pensado que cuando volvía a casa iría a la habitación de la sirvienta, jajajjaa.

Besos.

Rosa dijo...

Buenooooo, Toro Salvaje, para gustos se hicieron los colores ...

¡Retorcido!!!, y ¡requeteretorcido!!!, jajaja ...

Un beso, Toro, y ¡feliz día!!!

Maite dijo...

Pués, es el mismo libro que compré hace unas semanas. Ya lo he visto. Leí la introducción y algunos poemas al azar...

Rosa dijo...

Sí, ese es el libro, seguro que te gustará mucho, es una antología muy buena.

Un beso, Maite.

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