"Ha resucitado. No está aquí. Mirad el sitio donde lo pusieron..."
(Mc. 16, 6)
Resurrección de Cristo, Fray Angélico
La piedra está movida...
Únicamente la aparición de Jesús de Nazaret, el Hijo del Padre hecho hombre, su vida, su muerte y su resurrección iluminan definitivamente el misterio de nuestra muerte.
QUERÍA escribir un poema triunfante, expresión de este gozo de la Pascua, que fuera lluvia de lirios, retumbo de tambores, canto de querubines, hombres, pájaros, ballenas, repique de campanas, la alegría misma hecha poema. Pero tras el Pregón Pascual de la Vigilia, que escuché ayer con ojos nuevos, otro canto a la resurrección se hace superfluo. El ‘exulten!’ resuena en los coros de los ángeles y en cada esquina recóndita de la tierra, y en las voces de los hombres que recuerdan las promesas. Le canta a la culpa dichosa que ha traído el perdón y a la noche —’día’ y ‘santa’ y ‘feliz’ la llama—, la única presente en el principal evento de la historia. Festeja la libertad, la inocencia recobrada, el espanto del odio, la culpa, la tristeza. Y por si fuera poco —no le falta finura a ese poema— es todo un himno a las abejas, abejas-madre, dice, qué belleza. Y al fuego y a la luz que se esparce y no mengua. Y aún más, es festejo de las nupcias de lo humano y lo divino, que no separa la muerte. La copa del pregón rebosa ya acción de gracias y loas y en medio de tantos versos solo se abre una plegaria, la más pura poesía: que esta luz del cirio se una a las estrellas del cielo y que el lucero matutino que no conoce ocaso la encuentre ardiendo. Y cuando no parece que quepa más contento, ¡una metáfora! el lucero del alba, brillo sereno, es Cristo ¡y un colofón! que vive y reina por los siglos de los siglos. (Amén.)